Quedaba poco tiempo y allí seguía tumbada en aquella inmaculada y pálida cama. Nerviosa e intentando distraer al pensamiento con aquella extraordinaria imagen que sólo la naturaleza sabe dar: la serenidad de un mar gris provocado por una corriente de nubes lenticulares donde la presencia del sol se hacía notar rompiendo la espesa y lánguida masa plomiza dando reflejo, en forma de camino de plata, sobre la superficie del mar. Se agradecía la tibieza de esas lineas de luz ; daba la sensación de que querían templar el frío del momento.
Pero esta dulce melodía pronto se tornaría desafinada. Los momentos de paz son ligeros, son segundos en momentos de sobresalto. Frente a ella se presentaba la realidad, esa realidad de la que uno quisiera huir si le dejaran. Si pudiera. Pero debía de ser fuerte. No le quedaba otra salida. Esa despreocupación, sólo distraída durante un instante, no era del todo real. Un gesto de inspección a la sala donde se encontraba fue lo que le devolvió a su pensamiento la cordura, agitándole la mente con cosas olvidadas. Devolviéndole posición y estado. Alejando la evasión , el rehuir, el serpentear por aquello que hace daño, atemoriza o angustia. Intentaba dar aposento, haciendo frente, a aquel peligro que acechaba su ahora consciente mala salud: “ es menor un peligro real que un horror imaginario. Hay que saber ponderar el peligro si lo encajas en el sitio que le corresponde. Si le das forma. Si le pones nombre. Si utilizas el sentido común, será menor.”
Llegó el momento. Todo tenía un aspecto pavoroso, desagradable: luz estridente y chillona, paredes empapeladas con paneles metálicos, como si de neveras frigoríficas se trataran, el olor aséptico, el silencio y la inmovilidad de su cuerpo conseguían que su inseguridad fuera en aumento, su terror agudo y su miedo desmedido. Todo era la señal del que por azar, por mala suerte o por genética quisiera volver a nacer con maquinaria nueva, sin la desdicha de sentirse defectuoso; con la aflicción y el abatimiento consciente de perder aquello que, por naturaleza, le corresponde a cada cual. Era sentirse desposeída de lo que legítimamente le pertenece: ojos, boca, manos, pies, nariz, corazón, cerebro, garganta. Es ese desconsuelo, con tratamiento de material o inmaterial, cuando arrancan de tú lado a persona, animal o cosa y sientes ese vacío profundo e insondable, imposible de reemplazar. Lo único que quieres es alejarte deprisa. El miedo se apodera de ti yendo derecho a posicionarse en una obsesión.
Ahora estaba allí, en esa sala, con aquella soledad sin consuelo. En una situación tan propicia a la vulnerabilidad y la compasión. Pero no quedaba otra que rumiar la inquietud. Se llevó la mano al pecho, respiró hondo y sonó una música de fondo. Una música que la hizo caer en un sueño profundo y del que sólo quedarían como testimonio las cicatrices.
YOLANDA
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