Bruno no quería dormir. Decía que el día era para dormir y la noche para ver las estrellas.
Tumbado en la cama con Tata imaginaba que las estrellas eran tazas, caballos y dinosaurios.
Intentaba no respirar pues decía que si lo hacía podía despertar al "Señor Firmamento" y que éste se enfadaría castigando a todos los niños desenchufando la luz de todas y cada una de las estrellas que lucían en el cielo dejándolo así sin brillo, apagado y oscuro.
Su cara era el reflejo de aquel que por primera vez siente la magia del cosmos: con los ojos abiertos como platos, atento a cualquier movimiento de las minúsculas y brillantes luces; perplejo, vigilante y expectante ante las descripciones que Tata hacía de algunas de ellas: "¿Esa? Esa es la Osa Mayor. ¿Aquella? El Lucero del Alba. Y más allá, está Venus..."
Hechizado por el bebedizo estelar, con su pequeña linterna plateada, enfocaba aquí y allá: "¡Esa, Tata! ¡Y esa otra! ¡Mira aquella cómo brilla!.."
A su deseo vehemente por saber se le sumó la curiosidad matemática, confiaba en la heredada instrucción astronómica de Tata, atreviéndose a preguntarle: "Tata, ¿cuántas estrellas hay en el cielo?" Tata, sin pensarlo, rodeó con sus recios brazos al pequeño cuerpo celeste mientras le contestaba con cariñosa dulzura: "Miles. Millones. Infinitas, mi amor."
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